Artículo de Diario de Ávila, 18 de abril de 2020
Hoy hablamos de La generación de los currantes. Una generación, como decía el último día que me asomé por aquí, que trabajó para sus padres y se ha desvivido después por sus hijos.
Allá vamos:
Han pasado varias décadas, y aquellos niños nacidos en las décadas de los 30 y los 40 del siglo pasado, los mismos que esperaban a ponerse el traje de los domingos para mancharse de barro tras haber dado unas patadas al balón, envejecieron. Y hoy, muchos de ellos, se nos marchan. De una manera inmisericorde. Se los está llevando por delante un mísero virus y no tienen ni de lejos la despedida que merecen.
Y me contáis que se agolpan los recuerdos. Os viene a la memoria cómo ellos tenían su sitio fijo en la mesa en la cena y nadie se podía levantar hasta que acababa el último. Entre lágrimas, alucináis con su aguante cuando pilotaban en los viajes interminables a lomos del 600, el 850 o el 127… Con la letanía, en el asiento de atrás, del cuánto queda (a coro). No olvidais, no, cómo os enseñaron a montar en bicicleta, a ataros los cordones… y la cara de orgullo con que os miraron cuando lo conseguisteis.

Los tupper rebosantes
De las abuelas de hoy, vosotros sus hijos, recordáis aquellos tupper rebosantes de albóndigas y la bolsa con las asas, atadas con el amor más profundo.
También cómo daban a escondidas la propina a los nietos, cuando le habíais dicho que no lo hicieran, porque ese tesoro luego iba directo a las caries.
Ahora lamentas esos enfados por reprocharle que malcriara a los nietos, porque te enfadaba que lo de saltar en la cama, treinta años después, ya no estuviera penado. Tú no lo habrías podido hacer ni en tres vidas. Y, si lo hacías, ¡castigo al canto!
Debemos homenajear a esos padres o abuelos que nos hicieron felices, a pesar de la alpargata y el castigo fulminante con una sola mirada. Porque eso que hoy en día sería pecado mortal y causa de excomunión, nos ha servido a bastantes para saber lo que vale un peine y entender que el dinero no cae del cielo.
A pesar de que el mundo sigue siendo mundo, y será difícil cambiarlo.
Fueron buenos jefes que reprendieron en casa para que supiéramos dar lo mejor de nosotros en la calle.

Los economistas hablaban hace unos años de los jóvenes de la anterior crisis como una generación perdida, pero la que verdaderamente estamos perdiendo ahora es ésta, la de nuestros mayores, los caídos y sus familias, que tienen un golpe a superar para el resto de sus vidas.
Se marcha gente que trabajaba de sol a sol porque tenía la ética del progreso (el de verdad) tatuada por todo el cuerpo.
Jóvenes que despertaron a la vida con los guateques, las verbenas y la revolución ye-ye… y nos dejan en mitad del silencio más atronador.
Sin un adiós siquiera.
Los hijos colocaos
Todas esas madres y padres que, orgullosos, decían aquello de “tengo colocaos a mis tres hijos, uno es funcionario, la otra médico, y el pequeño, el pequeño… bueno, ya sabes… siempre fue más trasto, ahora hace chapuzas y mañana Dios dirá, pero él es feliz”.
La vida, en esencia, parte de ella, se nos ha ido con muchos de ellos estos días.
Ya me entienden.
Dedicado a todos los fallecidos -mayores, jóvenes y pequeños- durante la brutal crisis sanitaria derivada de la pandemia del COVID-19. Pero, en especial, a todos aquellos mayores de 65 años que nos han dejado.
Artículo publicado en Diario de Ávila, el 18 de abril de 2020.
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