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Sentimiento Abulense

Texto sobre el sentimiento abulense publicado el 15-10-2013

Artículo Diario de Ávila

Me van a permitir que estrene mis gacetillas en este periódico en el mejor día posible, el de nuestra Patrona, la universal Teresa de Cepeda y Ahumada, con una loa al sentimiento abulense.

Algo que también profesó La Santa allá donde le llevaron sus alpargatas.

Ése que demostramos todos cuando ponemos pies en polvorosa y dejamos atrás los Cuatro Postes.

Sí, porque, ser abulense no es cualquier cosa.

A Ávila se la tiene ahí, presente, cuando uno pisa sus adoquines.

Cuando se asoma desde los soportales de El Grande y avista a tres o cuatro personas a las que hacía años que no veía y conversa con ellas como si lo hiciera a diario.

O cuando Fuentebuena o la Fuente del Ratón se convierten en destino de la caminata. O Sonsoles. La Academia de Policía… O El Soto.

Pero, se la añora aún más cuando el trabajo empuja a pisar por unas horas cada día otro asfalto más ardoroso o a residir en otros lugares más o menos alejados.

Radicalmente distintos.

Por una temporada o para toda la vida.

Porque la realidad es la que es, no la que queremos que sea.

El abulense es aquel que sube la Ronda mirando a la izquierda para ver el Lienzo Norte y el antiguo Colegio de Huérfanos, y cuando vuelve a su ciudad ni siquiera pestañea para recuperar el aliento de la muralla, que a lo lejos parece brillar como la luciérnaga que da bandazos junto al charco.

Porque, resulta cuando menos curioso que nos pase como a aquellos vecinos del litoral que tienen la playa a dos minutos y apenas la pisan.

Eso sí, tenemos la fortuna de saber reírnos hasta de nuestra propia sombra.

El natural de la ciudad amurallada guarda en la chistera otras singularidades, como pertenecer a la localidad con más rotondas per cápita –aquellas que cuyo trazado, para muchos conductores, no dista mucho del de una recta–.

O estar censado en la capital provincial más alta de toda España.

De hecho, una afirmación maliciosa, que no deja de ser verídica, asegura que somos los españoles con más rayos de sol a lo largo del año.

Lo de que aparezca en el DNI la palabra Ávila, en fin, no es cualquier cosa.

El orgullo abulense impregna esa tarjeta y todo lo demás.

El corazón parece latir al son de esas cinco letras.

Después, que venga lo que venga.

A diez, cien, mil o diez mil kilómetros de distancia, el abulense se confiesa, sin tapujos, irguiendo un poquito la cabeza, como tal. Hace de dos palabras su carta de presentación.

¡Soy abulense!

Sentimiento abulense - Muralla de Ávila

El carácter sano, recio, sereno, leal y colaborador recorre nuestras venas y nos hace únicos dentro de la ‘especie’ castellano y leonesa, por cierto, muy pero que muy dispar.

No vayamos a sentar cátedra aquí asegurando que somos raza diferente.

No es mi intención.

Ni me ceñiría a la realidad.

Porque aquí de soberanismos arcaizantes, por suerte, andamos más bien escasos.

Pero sí hay mucho que pulir en eso de la identidad castellano y leonesa.

No cabalgamos en reinos de taifas, pero en ocasiones parece que el caballo espera, paciente, para desembridar.

Cada uno se mira a su propio ombligo para hablar de lo bien que le sienta al vecino la faja.

¡Como en la vida misma!

Si bien, eso es harina de otro costal.

Ya lo apuntaba el alemán Schiller en las postrimerías del siglo XVIII: «que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas, pero que tu corazón sea el corazón de la infancia candorosa ».

Ese latir del abulense confeso, aunque sea de adopción –que los hay, que los hay–, está siempre teñido de santos y cantos.

De granito y misticismo.

Ya me entienden.

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